Para Meire
A los filósofos les gusta enunciar teorías e imposibles forzando el lenguaje hacia acrobacias que a veces iluminan y otras, por el contrario, entumecen el intelecto. Así, formular un principio de identidad matemático (nada más inútilmente verdadero que las matemáticas) es negar la posibilidad de que haya dos cosas iguales en el universo. La teología se ampara en sí misma para postular la exagerada ubicuidad pero rechaza por blasfemia la posibilidad de coexistir dos objetos en un mismo espacio. Platón, Goethe, Borges, Saramago, entre otros, visitaron con mayor felicidad el problema del Doppelgänger. Ya en un plano más secular, de la opinión (doxa), decir "iguales como dos gotas de agua" es, ya sabemos, un despropósito, una frase hecha y, acaso peor, una mentira.
Lo que estoy a punto de narrar tal vez no aporte luz ni vueltas de tuerca pero les bastará saber que la historia es verdadera (alguna vez dejaré de escribir estos prólogos; será que me gustan los juegos previos).
Ella se sentó a mi lado durante mi último desayuno en el hostel y entre frutas, trivialidades, tostadas y más gente que iba llegando a la mesa, sin saber qué le dio pie y a bordo de un clarísimo portugués, narró lo que sigue:
"Sucedió ya hace (...) años. Al principio supuse que era culpa de la distracción: una tarde en el bar de la facultad un compañero de curso me dijo con cierto disgusto que días atrás, a la salida de una clase, yo no le había devuelto el saludo (creo que él estaba algo interesado por mí, aunque yo no de él, por eso le resté importancia). Tampoco presté demasiada atención a compañeras que me reclamaban mi parte de un supuesto trabajo práctico realizado en el laboratorio la semana anterior. Yo ya lo había hecho con otro grupo otro día; estas confusiones son comunes: los grupos de trabajo se arman y desarman continuamente.
Otro día estuve una hora para desmentirle a una amiga que insistía haberme visto pasar en el auto con su ex-novio. Días después, mis amigas me preguntaron cómo hacía para ir y venir tan rápido ya que me habían visto partir en bus para luego encontrarme en la biblioteca, y yo no sabía qué decirles.
Finalmente, una tarde mientras tomaba un descanso en el patio una estudiante que no conocía me llamó por mi nombre y me pidió que le devolviera el libro de física que -según ella- me había prestado hacía un mes. Cuando le dije que ella no me había prestado nada parecido, que yo tenía el mío y que además, no la conocía, enfureció y me empujó tirándome el café recién comprado sobre la blusa blanca. Para cuando pude reaccionar ya se había ido. Me levanté y fui a lavarme al baño. Mientras me secaba levanté la vista y miré al espejo del baño para acomodarme pero un grupo de chicas se agolparon para arreglarse los maquillajes y me arrinconaron en la esquina. Seguía frente al espejo secando la blusa con una toalla cuando desde el grupo aquél un rostro asomó por sobre mi hombro y quedé paralizada. El espejo siempre nos devuelve la verdad cambiada de lugar y la multiplica ilusoriamente, pero yo no soy tonta y no voy a caer en debates metafísicos estúpidos: la cabeza que nacía como un tallo perverso de mi cuello era igual a la mía. Me di vuelta para salir del embrujo del espejo y allí estaba ella todavía: igual a mí. Yo la inspeccionaba con la vista como si le fuera a encontrar el truco de su increíble parecido conmigo mientras ella, sin decir ni hacer nada, se limitó a dejar que yo la observara con un rigor casi científico.
-¿Te das cuenta de que somos muy, pero muy, parecidas?
Ella asintió.
-¿Cómo te llamás?
No podía ser cierto. Mi nombre es muy raro, pocas personas que conozco lo llevan y ella se llamaba igual.
Me trajo tranquilizó saber que el apellido era otro (aunque luego supe -demasiado tarde, acaso- que en lituano significaba lo mismo que el mío).
Vestíamos las mismas marcas de ropa, teníamos el mismo corte de pelo, las mismas medidas anatómicas (tenía el pecho izquierdo un poco más chico, como el mío), en el lugar del lunar de mi rodilla ella tenía una cicatriz que había oscurecido con el tiempo hasta parecer un lunar. No habíamos nacido el mismo día pero sí el mismo año, yo en verano, ella en invierno (tal vez fuera esa la explicación de su apatía).
La invité a tomar un café pero ella me dijo que hoy no podía, que llegaba tarde a no sé qué y quedamos en vernos al otro día. Al irse sentí la rarísima sensación de verme desde atrás; compensó el hecho de comprobar que mi andar era muy femenino.
La tarde siguiente nos encontramos en un bar, ella siempre me miró con desconfianza mientras yo trataba de agradarle, quería que fuéramos amigas, las mejores, si eso fuera posible. Yo quería conocer a sus padres pero me respondía que vivían lejos, en Manaos y que habían hecho un esfuerzo enorme para que ella pudiera estudiar en la universidad. La invité entonces a conocer a mis padres, pero por algún extraño motivo se excusó, al menos por ahora. Luego comencé a interrogarla para verificar coincidencias; no sin decepción comprobé que casi nada teníamos en común: solo el aspecto exterior y el nombre (como si fuera poco). Le sonó el celular y la observé hablar animada, seguramente su novio. Una depresión terrible me invadió desde que me sentí un espíritu fuera del cuerpo, un fantasma. Ella lo notó y le dijo que estaba ocupada ahora y que luego lo llamaría. Cortó y nos quedamos mirándonos. Yo alcé la mano y la moví en círculos como si estuviera frente al espejo. Ella no me siguió. Me dijo que se le hacía tarde y me sentí una estúpida, amagó sacar la billetera para pagar pero le dije que esta vez invitaba yo.
-Gracias.
Y se fue en el primer taxi.
Pasaron un par de semanas sin saber nada de ella. No me había dado ni su dirección ni su teléfono ni nada como para encontrarla. Nunca quiso salir con mis amigas. Nadie excepto yo había contemplado el milagro de nuestra duplicidad. El tiempo comenzaba a borronearla y hasta, como casi siempre sucede, nos hace dudar sobre el pasado y su veracidad.
Una mañana lluviosa de abril en la que llegué al laboratorio unos minutos antes para preparar el ensayo el salón se sacudió, las puertas volaron arrancadas de sus goznes y la policía entró. Yo no entendía qué buscaban y se los pregunté bastante alterada: habían irrumpido con tanta violencia que caso escupo mi corazón.
Me dijeron que venían por mí, que estaba acusada del homicidio de mi novio y que tenían pruebas irrefutables. Nadie creyó que no tuviera novio. Mis amigas poco pudieron hacer, nos conocíamos poco.
En la policía me mostraron un video en el que claramente estaba yo con mi rostro frío disparando a quemarropa a un joven que yo no conocía.
Inmediatamente pensé en ella.
Naturalmente nadie creyó mi historia y fui condenada a prisión perpetua.”
Una chica de anteojos se animó a cortar el silencio y le dijo:
“-Bueno, tan perpetua no debe haber sido porque estás aquí, muy fresca y de vacaciones.
Su expresión cambió, un brillo frío le cruzó la mirada y respondió:
-Contar la historia de este modo es un poco más entretenido y me lava las culpas. La que está en prisión es la otra.”