29/4/09

Onto Peep Show

Deja correr el agua por su cuerpo y una momentánea caída de la temperatura le tensa la piel, los pezones. En un descuido algo de champú le obliga a cerrar la mirada con ardor.
De pronto, miles de ojos se abren. Todo parpadea: los azulejos, las flores antideslizantes de la ducha, la toalla que ella dejara caer al lado de la bañera, con gran esfuerzo logra asomarse sobre el borde, las gotas de agua y sus pupilas dilatadas que se suicidan en pleno goce contra su epidermis.
La siniestra ocularidad, invisible y lasciva, la hace sentir incómoda y se enjuaga rápido las órbitas.
Abre sus ojos aún enrojecidos pero los otros ya se han cerrado.
Último recurso: el jabón se inmola dejándose caer a sus pies y logra hacerla resbalar y caer, apenas audible, con la cabeza contra el borde de loza.
Agoniza toda desarticulada con el agua sobre el cuerpo; un hilo de sangre tiñe al jabón que se disuelve heróicamente bajo una de sus costillas.
Los ojos, extasiados, vuelven a abrirse.




22/4/09

El vuelo del moscardón


Días atrás, durante un asado en lo de Mola, mientras las mujeres hablaban de lavado de vajilla y el dramático punto arroz, sobrevolamos el tema dengue atomizando curas y prevenciones nacidas de la desinformación que proporcionó el gobierno más el estado de opinión general (doxa).
Por suerte tenemos entre nuestras filas al Pájaro, eminente ingeniero agrónomo dedicado a defender los intereses de una multinacional, quien nos explicó que un mosquito con dengue no vuela más allá de 150 m (¿o eran 400?) y no vive más de tres semanas.
De modo que fumigando en un radio de 400 m el peligro del dengue estaría controlado. El problema es cuando el sujeto infectado sale de la zona infectada y es picado por un mosquito sin dengue; éste es el nuevo portador.
Lo que sí sobrevive a las fumigaciones son los huevos; por eso se pide que se eviten dejar recipientes que puedan llenarse de agua donde los putos dengófilos dejen sus huevos.
 
Pasado este breve reporte profiláctico continuamos con las picaduras de otros seres del mundo entomológico, abejas, abejorros, avispas, jejenes, que en vez de picar te violan, hasta que el Pájaro nuevamente aportó que en el sur hay un moscón letal pero pesado, pues es voluminoso como carozo de durazno. Los lugareños, dice, cuando sienten que se le posa uno encima lo agarran rápido con índice y pulgar y mientras se convulsiona (el moscón) le clavan un escarbadientes en el orto. Luego lo sueltan y lo dejan volar graciosamente hasta que minutos después muere.
 
Qué bella anécdota...
 
(¿se nota que mis musas se fueron de vacaciones?)
 

21/4/09

Yo quiero saber...

... cuánto le pagan a los personajes públicos (políticos, farándula, deportistas, ¿falta alguno?) por hablar mal de quien sea mediáticamente.
Ya sea con un micrófono delante al salir de la cancha, en un pasillo o en lo de Mirtha Legrand, los buchones hacen declaraciones que cualquiera de nosotros calificaría de mariconas.
Son cosas que en un círculo social se interpretan como ruptura de códigos.
Cómo se admite que un "aguerrido" jugador diga a la prensa antes que al compañero que éste tiene que jugar más y hablar menos, en un acto de pura contradicción.
Por qué Riquelme se entera por la tele que el Gordo (y dale con Maradona) lo borró de la lista, o que a Messi le falta experiencia como eufemismo de falta de huevos aquella vez en la disputa con el Barça.
Por qué contar los rencores que ocasionaron que tal artista dejara el grupo.
O que tal actor/actriz no pueden hecer tal papel.
Todos lavan la ropa sucia a la vista de todos, incluso los calzones con palomita.
 
Este post podrá ser criticado de inocente y/o naif, pero esto me hace entender por qué la honorabilidad, la humildad y la generosidad son tan anticuadas y en vías de extinción como la lectura.
 
Reitero, ¿cuánto les pagan?, habrá tal vez un cachet que mida la onda explosiva de la declaración, ¿o son tan boludos que lo hacen gratis?


2/4/09

El vórtice fatal




Una claridad misteriosa burbujeaba las aguas del Egeo, iluminando apenas los contornos de la noche sobre las arenas de la costa troyana.

Bajo mi ala triunfal cobijo a Helena, mi dulce Helena, raptada vilmente por Paris y Príamo, recuperada por mí y un puñado de valientes. Mientras el viento sala mis labios y los de ella, aquí en el puente de mando, todavía se oyen en tierra los gemidos moribundos de aquellos que veneraron el Caballo. Imbéciles, el pecado siempre sucumbe a su propia tentación y ahí están, entre las brasas y sus vinos orgiásticos, tirando sangre por los cuatro costados, esperando que Hades se apiade de ellos...

Oh, Helena, tierna princesa de senos lácteos, te abrazo a espaldas del timonel, de los remeros que mastican su gloria en murmullos, de los guerreros que miran el horizonte ensimismados con la sangre impía salpicada en sus rostros y manando aún de sus espadas. Nos escolta la flota espartana, mi flota, y en cada boga, la espuma del mar se bate y teje una maravillosa tela de Aracne, como un rastro de estrellas polvorosas.

Pero a este desandar calmo, el destino nos engaña, pareciera que no hay proeza sin desastre. Oh, mortales, preparad vuestras vidas para sorprenderse ante la fortuna pero esperad siempre la desgracia, hermana horrible de mirada torva, oculta, agazapada tras el brillo de la felicidad. Acaso quiere Poseidón destruir al justo con un simple golpe de tridente en tu fondo insondable, Egeo, que golpeas con tus olas nuestros cascos. Plegándose a su furia, el viento arrebata nuestras velas y ha hundido ya nuestra escolta. Derivamos en la oscuridad absoluta, apenas rasgada por la espuma blanca de las olas, hasta enfrentarnos con aquel horrible monstruo, una venganza del destino. Horas antes salíamos del vientre de un caballo para rescatarte Helena, tú la de doradas nalgas impolutas, tú y tu pubis de terciopelo, y entre la tormenta ese gigante marino que nos mira con sus ojos infernales, risueños, flotando su plumaje ocre al borde de la línea final del horizonte. No se mueve pero su poder tenebroso nos atrae. Oh, dioses, qué muerte elegir, desmembrarnos y extinguirnos entre los dientes afilados de su pico voraz, o caer al abismo sin final por toda la eternidad. Por Zeus, que cumplí con tu mandato y así me pagas, cretino supremo. Mi blasfemia avergonzó los mares que se crisparon todavía más y a Helena, quien ocultó su rostro en sus manos albureas, los remeros y los guerreros, antes valientes y gloriosos, ora cobardes derrotados, se arrojaron por la borda tempestuosa muriendo ahogados en el acto.
Sin embargo, yo, Menelao, hijo engañado por tus deidades, te sigo imprecando y demando tu furia para tener al menos una muerte digna de un príncipe. Pero antes de morir ante aquel ansarón, aún de superior tamaño que nuestro caballo humano, te ruego que salves a Helena, mi dulce Helena, la cual saboreé tantas noches a escondidas de su padre antes de desposarla. Pero ya, y de una vez hazlo, Padre cruel de los Cielos y la Tierra, porque mi barco está a merced de las fauces del demonio alado que ensordece mis oídos con su graznido de espadas.

Es tarde: mi nave se estrella contra su pecho emplumado de muerte y sus tambaleos picotean mi frágil suelo de maderos. Helena y su belleza han rodado al mar que ahoga sus gritos en un terror silencioso. Demasiado tarde llega tu rayo para consumirme. Mientras lucho contra la bestia flotando sobre un despojo veo Tu mano descomunal, oh, Zeus, que bajas desde el cielo y sumerges hasta el fondo del mar cavando en sus arenas oscuras un hueco por donde se escurre toda esa maldita agua. Es un vórtice fatal que se traga al monstruo en medio de chirridos horrorosos y sus aleteos lacerantes, y también a mí que me retuerzo con él por este remolino infinito. Hades y Poseidón, dioses de la pena y el castigo, hacia el Orco voy, adiós, Helena, mi dulce y frágil putita de cabaré, adi...



-Vamos Almirante, es tarde. Hay que estar en la iglesia a las ocho y vos todavía bañándote y ni te afeitaste- le dijo ella.
-¿Me planchaste la camisa y el traje?, espero que no me hayas roto las medallas con la plancha otra vez- protestó él.



Ella, olvidando el fastidio, le dio una mirada tierna, como de madre, aunque era su esposa hacía ya cincuenta años. La espuma le chorreaba por la mano que aún sostenía el tapón de la bañera que colgaba de la cadenita. Él la miró de costado con sus ojos gastados por el mar y siguió unos segundos más, hasta terminar el juego, revestido de burbujas jabonosas e imitando ruidos trágicos, manteniendo en alto su barquito de guerra en una mano y el pato de goma en la otra.