Una claridad misteriosa burbujeaba las aguas del Egeo, iluminando apenas los contornos de la noche sobre las arenas de la costa troyana.
Bajo mi ala triunfal cobijo a Helena, mi dulce Helena, raptada vilmente por Paris y Príamo, recuperada por mí y un puñado de valientes. Mientras el viento sala mis labios y los de ella, aquí en el puente de mando, todavía se oyen en tierra los gemidos moribundos de aquellos que veneraron el Caballo. Imbéciles, el pecado siempre sucumbe a su propia tentación y ahí están, entre las brasas y sus vinos orgiásticos, tirando sangre por los cuatro costados, esperando que Hades se apiade de ellos...
Oh, Helena, tierna princesa de senos lácteos, te abrazo a espaldas del timonel, de los remeros que mastican su gloria en murmullos, de los guerreros que miran el horizonte ensimismados con la sangre impía salpicada en sus rostros y manando aún de sus espadas. Nos escolta la flota espartana, mi flota, y en cada boga, la espuma del mar se bate y teje una maravillosa tela de Aracne, como un rastro de estrellas polvorosas.
Pero a este desandar calmo, el destino nos engaña, pareciera que no hay proeza sin desastre. Oh, mortales, preparad vuestras vidas para sorprenderse ante la fortuna pero esperad siempre la desgracia, hermana horrible de mirada torva, oculta, agazapada tras el brillo de la felicidad. Acaso quiere Poseidón destruir al justo con un simple golpe de tridente en tu fondo insondable, Egeo, que golpeas con tus olas nuestros cascos. Plegándose a su furia, el viento arrebata nuestras velas y ha hundido ya nuestra escolta. Derivamos en la oscuridad absoluta, apenas rasgada por la espuma blanca de las olas, hasta enfrentarnos con aquel horrible monstruo, una venganza del destino. Horas antes salíamos del vientre de un caballo para rescatarte Helena, tú la de doradas nalgas impolutas, tú y tu pubis de terciopelo, y entre la tormenta ese gigante marino que nos mira con sus ojos infernales, risueños, flotando su plumaje ocre al borde de la línea final del horizonte. No se mueve pero su poder tenebroso nos atrae. Oh, dioses, qué muerte elegir, desmembrarnos y extinguirnos entre los dientes afilados de su pico voraz, o caer al abismo sin final por toda la eternidad. Por Zeus, que cumplí con tu mandato y así me pagas, cretino supremo. Mi blasfemia avergonzó los mares que se crisparon todavía más y a Helena, quien ocultó su rostro en sus manos albureas, los remeros y los guerreros, antes valientes y gloriosos, ora cobardes derrotados, se arrojaron por la borda tempestuosa muriendo ahogados en el acto.
Sin embargo, yo, Menelao, hijo engañado por tus deidades, te sigo imprecando y demando tu furia para tener al menos una muerte digna de un príncipe. Pero antes de morir ante aquel ansarón, aún de superior tamaño que nuestro caballo humano, te ruego que salves a Helena, mi dulce Helena, la cual saboreé tantas noches a escondidas de su padre antes de desposarla. Pero ya, y de una vez hazlo, Padre cruel de los Cielos y la Tierra, porque mi barco está a merced de las fauces del demonio alado que ensordece mis oídos con su graznido de espadas.
Es tarde: mi nave se estrella contra su pecho emplumado de muerte y sus tambaleos picotean mi frágil suelo de maderos. Helena y su belleza han rodado al mar que ahoga sus gritos en un terror silencioso. Demasiado tarde llega tu rayo para consumirme. Mientras lucho contra la bestia flotando sobre un despojo veo Tu mano descomunal, oh, Zeus, que bajas desde el cielo y sumerges hasta el fondo del mar cavando en sus arenas oscuras un hueco por donde se escurre toda esa maldita agua. Es un vórtice fatal que se traga al monstruo en medio de chirridos horrorosos y sus aleteos lacerantes, y también a mí que me retuerzo con él por este remolino infinito. Hades y Poseidón, dioses de la pena y el castigo, hacia el Orco voy, adiós, Helena, mi dulce y frágil putita de cabaré, adi...
-Vamos Almirante, es tarde. Hay que estar en la iglesia a las ocho y vos todavía bañándote y ni te afeitaste- le dijo ella.
-¿Me planchaste la camisa y el traje?, espero que no me hayas roto las medallas con la plancha otra vez- protestó él.
Ella, olvidando el fastidio, le dio una mirada tierna, como de madre, aunque era su esposa hacía ya cincuenta años. La espuma le chorreaba por la mano que aún sostenía el tapón de la bañera que colgaba de la cadenita. Él la miró de costado con sus ojos gastados por el mar y siguió unos segundos más, hasta terminar el juego, revestido de burbujas jabonosas e imitando ruidos trágicos, manteniendo en alto su barquito de guerra en una mano y el pato de goma en la otra.