Suena el teléfono (y tú no estás) y atiende.
Hola.
Quién es.
Sí.
Quién habla.
Soy yo.
Sí, sí, sí, pero...
Sí, sssí.
No, no, no, claro, pero..., per...
Ahora solo escucha. Se sienta, parece que va para largo. Apoya los codos sobre las rodillas y escucha. Mira para abajo con el auricular pegado a la oeja, como si quisiera metérselo adentro del oído. Parece que el tono de quien le habla no se sobresalta, no varía. Solo habla. Y habla. Le habla. No para de hablar. Él menea la cabeza, asiente, niega, frunce el ceño, se angustia, ahora quiesiera llorar a gritos pero no puede. Se sienta en el suelo, junta las rodillas contra la barbilla y escucha, se acorrala en la esquina de la sala y esconde la cabeza debajo del brazo. El auricular está tan apretado contra la oreja que le sangra un poco, un poquito nomás. Se muerde los labios y su rostro enrojece: parece que está por explotar, los ojos se inundan, intenta llorar pero al abrir la boca solo le cae un hilo de baba, como una palabra muerta en almíbar.
Quien le habla sabe muy bien, le habla, habla, blaha, balah,albha, labha, bahla sin variar el tono, siempre así, milimétrico y él se returce, los dedos y los tendones se le agarrotan.
Un nudo en la garganta de aquellos que no se desatan con nada (sus lazos son una sopa amarga y espesísima que le paralizan el habla, él no habla, escucha solo, solo)
No cortes, por favor, no, no, nu, ne, ni...
...
Puf, qué olor de mierda.
Es olor a muerto; ya te vas a acostumbrar, pibe.
Ahí está, debajo de la mesa.
26/11/09
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