-Magnífica colección- dijo Mr. Roberts luego de dejar la tasa sobre la mesita de ratán y reclinarse sobre el sillón para apreciar mejor las temibles cabezas enmarcadas sobre la pared. El calor y la sombra de la tarde en las cortinas de lino parecían favorecer el gesto terrible de las bestias.
-Más té- le preguntó Sir Churchwald tusándose el pesado bigote.
-Oh, sí, gracias- y continuó mirando las paredes atiborradas de cabezas de animales un tanto con deleite y otro tanto con aprehensión, pues Mr. Roberts era de esos cobardes que iban a los safaris a fotografiarse con las presas cazadas por los sirvientes; una vez asegurado el rigor mortis de la caza él descendería del encumbrado elefante para poner su pie sobre el lomo del animal e inmortalizarse virilmente empuñando su inocua escopeta en un daguerrotipo.
Al cambiar de posición un reflejo le permitió ver por encima de las cabezas de pantera, león y rinoceronte un cuerno del color de la noche.
-Un cuerno de marfil negro- exclamó sorprendido Mr. Roberts y el monóculo le saltó de la órbita al intentar levantarse y tropezar con la eterna ferocidad de un tigre cuya piel se diluía a sus pies en el piso de la habitación.
-Sabe Ud., Mr Roberts que vulgarmente se le dice cuernos al marfil de los elefantes pero en realidad son colmillos, es decir, dientes.
Mr. Roberts se sintió avergonzado y a la vez agraviado, y cuando se disponía a replicarle con alguna excusa solemne y tonta, Sir Churchwald lo atajó.
-Pero esta vez tiene Ud. razón, estimado amigo: se trata de un cuerno.
-Claro, el cuerno de marfil negro- lo interrumpió- yo creía que era un mito aborigen, como nuestro sajón unicornio, pero ahora, claro,…
-Lo que intentaba explicarle era- alzando la voz y la ceja con fastidio- que el cuerno en su constitución es básicamente un cabello, según los últimos descubrimientos de la ciencia.
-Oh, qué distintiva revelación, Sir Churchwald- simuló asombro y como casi siempre empleando mal las palabras.
-Pero si dijimos anteriormente que el marfil de los elefantes es un diente me extraña que no se haya preguntado por qué me empecino en llamarlo cuerno.
-De marfil negro- dijo Mr. Roberts como si temiera incurrir en otra vulgaridad, luego, ante la pausa de Sir Churchwald le exigió enardecido-. Dígame ahora donde está el retrato de semejante bestia, o lo encontró en la selva, el otro cuerno no debe de andar muy lejos de donde lo halló, si no…
-Si logra ser dueño de su silencio por unos momentos, Mr. Roberts, le contaré cómo conseguí mi marfil negro- y su interlocutor se ruborizó, se sirvió más té y se dispuso a oir a Sir Churchwald quien se perdió detrás del humo azul de la pipa tusada como sus bigotes.
-Estábamos tras los rastros de una tribu de gorilas cuando la lluvia nos sorprendió en la tupida base de la ladera de un monte (ya sabe Ud. cómo son las lluvias en la época de los monzones). Un derrumbe de agua y lodo me separaron de la expedición.
-Recuerdo que luego de tanto tiempo casi se lo da por muerto, Sir Churchwald.
-Es cierto, yo también me hubiera considerado muerto si no fuera por lo que sucedió después; fui a dar a un remanso de lo que hoy sé es el centro hueco de una montaña, que por razones obvias no puedo dar su nombre ni ubicación. Estuve inconsciente, supongo que por varios días, hasta que sentí elevarme y a gran velocidad. Debo confesar que creí morir y elevar mi alma al Cielo, pero mi terror fue enorme cuando sentí mi cuerpo aprisionado dentro un saco tibio y suave de cuero, por momentos creí ser el relleno de un extraño alimento de alguna tribu perdida cuya preparación consistía en catapultarme por el aire y batirme como la leche para hacer manteca, pero estuve siempre equivocado.
Mr. Roberts se moría por preguntar, pero la pausa impuesta por Sir Churchwald y su dedo índice levantado lo mantuvieron en su sitio con su lengua.
-Brandy- le ofreció Sir Churchwald y Mr. Roberts asintió con un gesto de roedor. Sirvió dos copas y empinó la primera de un trago. Luego saboreó con nostalgia y silencio, la mirada perdida en el marfil negro, la copa que Mr. Roberts creía era para él.- Ud. no va a creerme, pero no importa, lo que creí era un saco de cuero donde me comerían los caníbales era la mullida y delicada mano de…
-King Kong, de veras existe, no puedo creerlo- dijo excitado Mr. Roberts, pero Sir Churchwald le devolvió una mirada de desdén y prosiguió.
-De un gigante. De la más bella gigante que jamás se haya visto.
-Bueno, no es muy común encontrar gigantes como para poder compararlos entre sí.
Los ojos de Sir Churchwald comenzaron a brillar.
-Ella era tan hermosa como su tamaño, alta como la misma montaña, verdadera hija de Afrodita, descomunal, su cuerpo era el paraíso, sus cabellos eran larguísimas cuerdas de seda negra, escalé sus senos plenos de leche y miel, me alimenté de ellos, nadé en su boca, dormí sobre sus labios, exploré cada pulgada de su piel, me extravié en su monte de Venus, navegué sus ríos de almíbar, una y otra vez. Yo era una hormiga por su cuerpo y ella lo disfrutaba, lo sé.
-Qué idioma hablaban- preguntó estúpidamente Mr. Roberts.
-La lengua del amor- respondió anestesiado por el recuerdo.
-Todavía no encuentro la relación con el marfil negro, Sir Churchwald.
-Pero todo lo maravilloso algún día ha de terminar. No creerá que me escapé, ¡no había razón para ello!, era la mujer que cualquier hombre puede desear.
-Pues qué fue lo que entonces pasó, Sir Churchwald.
-Es la ley de la Naturaleza: no existe un solo individuo de una especie. Una noche, luego de hacer el amor- Mr. Roberts no podía evitar ruborizarse ante semejante confesión impúdica y poco victoriana- me hizo saber que su hombre, también gigante como ella, estaría por volver de caza en cualquier momento y no era conveniente que me encontrara con ella. Los resultados podrían ser fatales, aún para ella y eso, un noble caballero como yo no podía permitirlo.
-Entiendo.
-Fue esa misma noche sin luna en que ella me tomó entre sus labios y descendimos de la montaña en dos de sus gráciles pasos. Me depositó suavemente sobre la tierra a pocas millas de la aldea y como recuerdo de nuestra amorosa aventura que las distancias físicas no pudieron impedir se quitó una pestaña y la puso en mis brazos. Luego, dio un salto y se perdió tras los altísimos árboles que a ella no le superaban la rodilla. No la volví a ver nunca más.
La visión se le nubló. Desde la congoja de un corazón quebrado señaló la pared y antes de romper a llorar como un niño abandonado dijo.
-He allí mi marfil negro.
-Un cuerno de marfil negro- exclamó sorprendido Mr. Roberts y el monóculo le saltó de la órbita al intentar levantarse y tropezar con la eterna ferocidad de un tigre cuya piel se diluía a sus pies en el piso de la habitación.
-Sabe Ud., Mr Roberts que vulgarmente se le dice cuernos al marfil de los elefantes pero en realidad son colmillos, es decir, dientes.
Mr. Roberts se sintió avergonzado y a la vez agraviado, y cuando se disponía a replicarle con alguna excusa solemne y tonta, Sir Churchwald lo atajó.
-Pero esta vez tiene Ud. razón, estimado amigo: se trata de un cuerno.
-Claro, el cuerno de marfil negro- lo interrumpió- yo creía que era un mito aborigen, como nuestro sajón unicornio, pero ahora, claro,…
-Lo que intentaba explicarle era- alzando la voz y la ceja con fastidio- que el cuerno en su constitución es básicamente un cabello, según los últimos descubrimientos de la ciencia.
-Oh, qué distintiva revelación, Sir Churchwald- simuló asombro y como casi siempre empleando mal las palabras.
-Pero si dijimos anteriormente que el marfil de los elefantes es un diente me extraña que no se haya preguntado por qué me empecino en llamarlo cuerno.
-De marfil negro- dijo Mr. Roberts como si temiera incurrir en otra vulgaridad, luego, ante la pausa de Sir Churchwald le exigió enardecido-. Dígame ahora donde está el retrato de semejante bestia, o lo encontró en la selva, el otro cuerno no debe de andar muy lejos de donde lo halló, si no…
-Si logra ser dueño de su silencio por unos momentos, Mr. Roberts, le contaré cómo conseguí mi marfil negro- y su interlocutor se ruborizó, se sirvió más té y se dispuso a oir a Sir Churchwald quien se perdió detrás del humo azul de la pipa tusada como sus bigotes.
-Estábamos tras los rastros de una tribu de gorilas cuando la lluvia nos sorprendió en la tupida base de la ladera de un monte (ya sabe Ud. cómo son las lluvias en la época de los monzones). Un derrumbe de agua y lodo me separaron de la expedición.
-Recuerdo que luego de tanto tiempo casi se lo da por muerto, Sir Churchwald.
-Es cierto, yo también me hubiera considerado muerto si no fuera por lo que sucedió después; fui a dar a un remanso de lo que hoy sé es el centro hueco de una montaña, que por razones obvias no puedo dar su nombre ni ubicación. Estuve inconsciente, supongo que por varios días, hasta que sentí elevarme y a gran velocidad. Debo confesar que creí morir y elevar mi alma al Cielo, pero mi terror fue enorme cuando sentí mi cuerpo aprisionado dentro un saco tibio y suave de cuero, por momentos creí ser el relleno de un extraño alimento de alguna tribu perdida cuya preparación consistía en catapultarme por el aire y batirme como la leche para hacer manteca, pero estuve siempre equivocado.
Mr. Roberts se moría por preguntar, pero la pausa impuesta por Sir Churchwald y su dedo índice levantado lo mantuvieron en su sitio con su lengua.
-Brandy- le ofreció Sir Churchwald y Mr. Roberts asintió con un gesto de roedor. Sirvió dos copas y empinó la primera de un trago. Luego saboreó con nostalgia y silencio, la mirada perdida en el marfil negro, la copa que Mr. Roberts creía era para él.- Ud. no va a creerme, pero no importa, lo que creí era un saco de cuero donde me comerían los caníbales era la mullida y delicada mano de…
-King Kong, de veras existe, no puedo creerlo- dijo excitado Mr. Roberts, pero Sir Churchwald le devolvió una mirada de desdén y prosiguió.
-De un gigante. De la más bella gigante que jamás se haya visto.
-Bueno, no es muy común encontrar gigantes como para poder compararlos entre sí.
Los ojos de Sir Churchwald comenzaron a brillar.
-Ella era tan hermosa como su tamaño, alta como la misma montaña, verdadera hija de Afrodita, descomunal, su cuerpo era el paraíso, sus cabellos eran larguísimas cuerdas de seda negra, escalé sus senos plenos de leche y miel, me alimenté de ellos, nadé en su boca, dormí sobre sus labios, exploré cada pulgada de su piel, me extravié en su monte de Venus, navegué sus ríos de almíbar, una y otra vez. Yo era una hormiga por su cuerpo y ella lo disfrutaba, lo sé.
-Qué idioma hablaban- preguntó estúpidamente Mr. Roberts.
-La lengua del amor- respondió anestesiado por el recuerdo.
-Todavía no encuentro la relación con el marfil negro, Sir Churchwald.
-Pero todo lo maravilloso algún día ha de terminar. No creerá que me escapé, ¡no había razón para ello!, era la mujer que cualquier hombre puede desear.
-Pues qué fue lo que entonces pasó, Sir Churchwald.
-Es la ley de la Naturaleza: no existe un solo individuo de una especie. Una noche, luego de hacer el amor- Mr. Roberts no podía evitar ruborizarse ante semejante confesión impúdica y poco victoriana- me hizo saber que su hombre, también gigante como ella, estaría por volver de caza en cualquier momento y no era conveniente que me encontrara con ella. Los resultados podrían ser fatales, aún para ella y eso, un noble caballero como yo no podía permitirlo.
-Entiendo.
-Fue esa misma noche sin luna en que ella me tomó entre sus labios y descendimos de la montaña en dos de sus gráciles pasos. Me depositó suavemente sobre la tierra a pocas millas de la aldea y como recuerdo de nuestra amorosa aventura que las distancias físicas no pudieron impedir se quitó una pestaña y la puso en mis brazos. Luego, dio un salto y se perdió tras los altísimos árboles que a ella no le superaban la rodilla. No la volví a ver nunca más.
La visión se le nubló. Desde la congoja de un corazón quebrado señaló la pared y antes de romper a llorar como un niño abandonado dijo.
-He allí mi marfil negro.