19/10/08

Los siete mensajeros - Dino Buzzati (1942)

Había dicho que escribiría una serie de textos sobre los mensajeros.
Para evitar caer en la tentación de inspirarme demasiado en este magistral cuento de Buzzati (tal vez su mejor texto breve antes de su novela El desierto de los tártaros), lo pongo a vuestra excelsa disposición. Denunciar este cuento es para mí revelar el truco del mago. No sé si podré escribir algo que esté a su nivel. Tiempos cruciales me han salido al encuentro y está complicado hacer pie.
Sin embargo, mis mensajeros ya han salido, no sé que mensaje llevan, qué destino ocultan.
Lean mientras a Buzzati.





Habiendo salido a explorar el reino de mi padre, día a día voy alejándome de la ciudad y las noticias que me llegan son cada vez más raras.
Comencé el viaje cuando tenía poco más de treinta años y han pasado ya más de ocho años, seis meses y quince días de ininterrumpido camino.
Creía, en el momento de partir, que en pocas semanas habría alcanzado los confines del reino; por el contrario, seguí encontrando nuevas gentes y países y en todas partes hombres que hablaban mi mismo idioma y que decían ser mis súbitos. A veces pienso que la brújula de mi geógrafo se ha enloquecido y que, creyendo avanzar siempre hacia el sur, en realidad damos vueltas sobre nuestros propios pasos sin aumentar jamás la distancia que nos separa de la capital; esto podría explicar por qué no estamos ahora junto a la extrema frontera.
Pero más frecuentemente me atormenta la duda de que este confín no existía, que el reino se extienda sin límite alguno y que, por más que yo avance, jamás podré arribar a la frontera. Empecé el viaje cuando tenía más de treinta años, demasiado tarde, quizás. Los amigos, los mismos familiares, se burlaban de mi proyecto, opinando que iba a despilfarrar los mejores años de mi vida. Pocos de mis leales, en realidad, aceptaron partir.
Si bien era algo descuidado -mucho más que ahora- me preocupé de poder comunicarme, durante el viaje, con mis seres queridos; entre los caballeros de la escolta elegí los siete mejores para que me sirvieran de mensajeros. Creí, ignorante de mí, que tener siete mensajeros era una verdadera exageración.
Con el transcurso del tiempo advertí, por el contrario, que eran ridículamente pocos, a pesar de que ninguno de ellos fue asaltado por los bandidos ni malogró su cabalgadura. Los siete me han servido con una tenacidad y una devoción que difícilmente podré recompensar.
Para distinguirlos con facilidad les puse nombres cuyas iniciales eran alfabéticamente progresivas: Alejandro, Benito, Carlos, Daniel, Eduardo, Federico, Gregorio.
Poco acostumbrado a estar lejos de mi casa, envié al primero, Alejandro, al caer la noche del segundo día de viaje, cuando habíamos recorrido ya unas ochenta leguas. A la noche siguiente, para asegurarme la continuidad de las comunicaciones, envié al segundo, después al tercero, después al cuarto, consecutivamente, hasta la octava tarde del viaje en que partió Gregorio. El primero todavía no había regresado.
Llegó la décima noche mientras acampábamos en un valle deshabitado. Supe por Alejandro que su rapidez había sido menor a la prevista; había pensado que, yendo separado y en un corcel inmejorable, podría recorrer en el mismo tiempo el doble de distancia que nosotros, pero no había recorrido el doble, sino sólo una vez y media; en una jornadas, mientras nosotros avanzábamos cuarenta leguas, él avanzaba sesenta, pero no más.
Lo mismo pasó con los otros. Benito, que partió la tercera noche del viaje, retornó recién a la décima quinta; Carlos, que partió a la cuarta noche, nos alcanzó en la vigésima. Muy pronto comprendí que bastaba multiplicar por cinco los días que llevábamos viajando para saber cuándo volvería el mensajero.
Al alejarnos constantemente de la capital, el itinerario de los mensajeros se hacía cada vez más largo. Después de cincuenta días de camino el intervalo entre un arribo u otro comenzó a espaciarse sensiblemente; mientras antes veía llegar al campamento un mensajero cada cinco días, el intervalo llegó a hacerse de veinticinco días; la voz de mi ciudad, de esa manera, se volvía cada vez más apagada: pasábamos semanas enteras sin tener ninguna noticia.
Una vez que transcurrieron seis meses -ya habíamos atravesado los montes Fasani- el intervalo entre uno y otro arribo de los mensajeros aumentó a cuatro meses. Ahora ellos me traían noticias lejanas; el sobre me llegaba ajado, muchas veces con manchas de humedad, debido a las noches que el portador se había visto obligado a pasar al sereno.
Avanzábamos aún. En vano buscaba persuadirme de que las nubes que se deslizaban rápidamente sobre mí eran iguales a las de mi niñez, que el cielo de la ciudad lejana no era diferente de la cúpula azul que tenía sobre mí, que el aire era el mismo, igual el soplo del viento, idénticas las voces de los pájaros. Las nubes, el cielo, el aire, los vientos, los pájaros se me aparecían en verdad, como cosas nuevas y diversas; y yo me sentía extranjero.
¡Adelante! ¡Adelante! Vagabundos encontrados por la llanura me decían que los confines no estaban lejos. Yo incitaba a mis hombres a no descansar, borraba las palabras descorazonadoras que se formaban sobre sus labios.
Ya habían pasado cuatro años de mi partida. ¡Qué larga fatiga! La capital, mi casa, mi padre, se habían vuelto extrañamente remotos, casi no me parecían reales. Ahora pasaban fácilmente veinte meses entre las sucesivas apariciones de los mensajeros. Me traían curiosas misivas amarillentas por el tiempo y en ella encontraba nombres olvidados, modos de decir insólitos para mí, sentimientos que no lograba comprender. A la mañana siguiente, después de una sola noche de reposo, mientras nosotros nos poníamos en camino, el mensajero partía en dirección opuesta, llevando a la ciudad las cartas que yo había preparado en ese mismo tiempo.
Pero ya han transcurrido ocho años y medio. Esta noche cenaba solo en mi tienda cuando entró Daniel, que aún lograba sonreír, aunque estaba muerto de cansancio. Hace casi siete años que no lo veía. Durante todo este período larguísimo no ha hecho más que correr, atravesando praderas, bosques y desiertos, cambiando quién sabe cuántas veces de cabalgadura, para traerme el paquete de sobres que hasta ahora no he tenido deseos de abrir. Ya se fue a dormir y volverá a partir mañana mismo, al amanecer.
Partirá por última vez. Consultando el calendario calculé que, aunque todo salga bien, yo continuando mi camino como lo he hecho hasta ahora y él el suyo, no podré volver a ver a Daniel hasta dentro de treinta y cuatro años. Entonces tendré setenta y dos.
Pero comienzo a sentirme cansado y es probable que me muera antes. No lo volveré a ver. Dentro de treinta y cuatro años (quizás antes, mucho antes) Daniel descubrirá, inesperadamente, los fuegos de mi campamento y se preguntará por qué nunca antes le resultó el trayecto tan corto.
Como esta noche, el buen mensajero entrará en mi tienda con las cartas amarillas, llenas de absurdas noticias de un tiempo ya sepultado; pero se detendrá en el umbral y me verá inmóvil tendido sobre el camastro, flanqueado por dos soldados con antorchas, muerto.
¡Anda, pues, Daniel, y no me digas que soy cruel! Lleva mi último saludo a la ciudad donde nací. Tú eres la última ligazón con el mundo que en un tiempo fue también mío. Los mensajes recientes me han hecho saber que han cambiado muchas cosas, que mi padre ha muerto, que la corona pasó a mi hermano mayor, que me consideran perdido, que han construido altos palacios de piedra, allá, donde estaban las encinas a cuya sombra solíamos jugar. De cualquier manera, siempre seguirá siendo mi vieja patria. Tú eres la última atadura con ella, Daniel.
El quinto mensajero, Eduardo, que me alcanzará, si dios quiere, dentro de un año y ocho meses, no podrá volver a partir porque no tendrá tiempo de regresar. Después de ti, el silencio, ¡oh, dios mío!, a menos que encuentre los anhelados confines. Pero cuanto más avanzo, más me convenzo de que no existe frontera. No existe, sospecho, frontera alguna, por lo menos en el sentido que habitualmente le damos. No hay muralla de separación, ni ríos divisorios, ni montañas que cierran el paso. Probablemente atravesaré el límite sin ni siquiera advertirlo e, ignorante de mí, continuaré mi camino. Por eso he decidido que cuando Eduardo y los demás mensajeros, después de él, me alcancen nuevamente, en vez de volver a tomar el camino de la capital, se me adelante, para que yo pueda saber con anterioridad lo que me espera.
Desde hace un tiempo una ansiedad inusitada se apodera de mí por las noches y ya no se trata de la añoranza de las alegrías pasadas, como en los primeros tiempos del viaje; más bien es la impaciencia de conocer la tierra ignota a la que me dirijo.
Advierto -y no se lo he confiado hasta ahora a nadie- cómo de día en día, a medida que avanzo hacia la improbable meta, el cielo irradia una luz insólita como jamás había visto, ni siquiera en sueños. Ha quedado definitivamente atrás el último cielo azul.
Las plantas, los montes, los ríos que atravesamos, parecen hechos de una esencia diferente de lo ya conocido y el aire me acerca presagios que no sé transmitir.
Una nueva esperanza me llevará mañana por la mañana aun más adelante, en dirección a aquella montaña inexplorada que ahora ocultan las sombras de la noche. Una vez más levantaré el campamento, y Daniel desaparecerá en el horizonte en dirección opuesta, para llevar a la ciudad remota mi inútil mensaje.

18/10/08

Pink Floyd - Us And Them

Resume un poco el post anterior

15/10/08

Al margen



Te estoy mirando a los ojos.
No, no es el comienzo de una historia. No esperes a que cuente algo de alguien. Te estoy hablando a vos que estás leyendo. Sí, sí, a vos. Aunque quieras no vas a poder levantar la vista de aquí. Vos creías que nadie sabe lo que pensás, bien, estabas en un error, grande error. Yo estoy detrás de estas letras y te miro, te penetro y te infecto, como un virus.


Sé perfectamente lo que pensás.


Se lee en soledad, dicen. Acaso hay modo más encubierto para masturbarse delante de todos, te pregunto.


Es el placer del texto.


Siempre pongo trampas, líneas de texto que no dicen nada, párrafos espesos, impenetrables, y te cansás, pero seguís leyendo sin leer. Es entonces cuando tus murallas se derrumban, quedás vulnerable y comenzás a leerte, te leo. Allí comienza la posesión y no habrá exorcismo que te salve. Tengo así acceso a todos tus pensamientos, los estúpidos, los de tu infancia, los inconfesables.


Qué, huís a otro texto, no importa, estoy detrás de cualquiera, esperando a que te diluyas en la lectura.


Qué, vas a destruirme, a tratar de olvidarme, imposible, estoy en todos los textos.


Yo soy el que No Soy, la imposibilidad. Mientras sigas leyendo yo voy a estar acechándote, espiándote. Yo lo sé todo, recordá cuando leías la vez pasada y te imaginaste lo repulso y de inmediato cambiaste a imaginar lo que debe ser, y más tarde lo pensaste de nuevo, tenés miedo de reconocer tus aberraciones. Todos los espejos las tienen, por qué vos no. Pero no te hagas drama: como vos, todos son perversos, los he leído a todos, todos imaginan matar a alguien, fornicar con alguien distinto, prohibido, igual a uno o con un niño, todos hurgan sus narices, a escondidas o mientras leen aislados. Yo los vi, yo te vi. El texto es como una selva frondosa: vos crees caminar por el sendero seguro, del otro lado, como en el zoo, y yo te observo detrás de la maleza tipográfica, esperando a que te hipnotices en la próxima línea, en la próxima palabra.


Soy el que viola tu alma, tu conciencia. La revuelvo, la excito, la excreto y luego el dolor de volver a enfrentarte a tus semejantes.


Mentir, mentir, mentir.


Seguís ahí, no podés dejar de leer, ni siquiera sentís como clavo mis uñas en tus pupilas para dilatarlas y meterte mi mugre. Es delicioso, es goce.


Bueno, quería que supieras, nada más.




Hasta luego, fue un placer.




13/10/08

Qué lindo el mar

Qué lindo el mar, la playa, le dijo suspirando mientras le cebaba un amargo, Sabés qué, le respondió luego de vacilar mientras sorbía el mate y enterraba los dedos de los pies en la arena, ves el horizonte, le preguntó sin esperar su respuesta, estoy seguro de que hay algún lugar todavía no conocido por el Hombre, y ella acostumbrada a sus diletancias inconducentes rumió, No digas, y dio por terminada la reflexión dedicándose a desempolvar de arena una medialuna. Él pegó un salto de la pequeña silla y dijo, Ya vengo, y se metió en el océano.

Braceó en línea recta, pasó la segunda y tercera rompiente, luego se detuvo para mirar la franja amarilla moteada de cuerpecitos brillantes que iban y venían sin sentido bajo el sol y a su mujer que ya hablaba con una amiga. No hacer pie lo intranquilizó un poco, pero no abandonó su propósito. Nadó un centenar de metros más y para recuperar fuerzas se puso a flotar de espaldas, inerte, reteniendo el aire en los pulmones para no hundirse. Luego perdió la noción del tiempo pensando en aquello sin nombre, luego en la oficina, también en los escondidos revolcones con Andrea y a la vez conectándose consigo mismo.

La tarde en fuga lo sacudió de su éxtasis; el silencio y el agua lo rodeaban. Se desesperó y nadó hacia cualquier parte. El miedo le consumía las fuerzas mientras pensaba en lo horrible que sería morir ahogado. Se tranquilizó cuando vio un pequeño oleaje crisparse a lo lejos. Si hay olas, pensó, hay tierra cerca, y aunque casi exhausto, la nueva esperanza lo llevó hacia allí. Al llegar su sorpresa fue amarga: no había tal tierra o banco de arena, había llegado, tal como lo había pensado, a un finisterre pasado por alto, erróneo, no revocado por la palabra, que se precipitaba al vacío en una inmensa catarata. Trató de escapar, pero hacia dónde, el torrente lo arrojó sin dudar al abismo. Mientras caía vertiginosamente entre las aguas pudo ver muy abajo, rodeado de restos de naufragios, un nido de infernales monstruos que serpenteaban batiendo con histeria sus desgarradoras mandíbulas. Ojalá despierte pronto, rogaba, pero no estaba en otro de sus sueños: lo supo cuando quedó encajado en el fétido aliento de la despareja trampa de dientes. Lo supo cuando sintió el tremendo dolor de ser devorado vivo.

 

 

12/10/08

¡Felíz día de la raza! les desean: Cristobal, Hernán, Leopoldo II, Adolfito, el KKK y otros.

























10/10/08

Souvenir


Cuando ella clavó su cepillo de dientes en el vaso del baño y pobló de bombachas un cajón del dormitorio, a Sven Larson el instinto ancestral le hizo efervescencia en la sangre. Él sabía que esto iba a pasar: una de las inmensas noches de Oslo, a los dos meses de entregarse, con gotas de sudor sobre los labios y apenas cubierta por la sábana, ella le dijo que lo amaba. Él la miró y le respondió con una caricia detrás de la nuca.

 

Al norte del río Marañón, en el altiplano ecuatoriano, la noche llega después que en Suecia; allí, una tribu primitiva celebra extraños rituales.

 

Sven Larson decidió matarla esa noche después del extenuante combate cuerpo a cuerpo: así llamaba él al coito. Con algo parecido a un hacha le separó la cabeza del cuerpo de un golpe. Aunque con los ojos muy abiertos y sostenida por las manos de Sven Larson, ella no podía ver su cuerpo convulsionarse como una gallina corriendo decapitada. En la cocina, después de coserle los ojos y boca, hirvió la cabeza en una marmita sazonada con ciertas hierbas y brebajes. Luego fue al jardín donde la cubrió de tierra y rodeó con piedras calientes. La noche siguiente la desenterró y empaquetó cuidadosamente en una caja pequeña.

 

Al norte del río Marañón, en el altiplano ecuatoriano, la esposa del jefe, aunque está cubierta de barro, sus ojos azules brillan como faros. Sólo al bañarse en el río se puede ver su piel blanca y su pelo rubio.

 

Al día siguiente, luego de deshacerse del cuerpo de ella, Sven Larson despachó el pequeño paquete.

 

Allá por 1985, una antropóloga europea se perdió durante una expedición remontando el río Marañón.

 

Una mañana húmeda, la esposa del jefe se puso sus viejas ropas y fue al pueblo por el sendero secreto. Abrió con su llave la casilla de correo y retiró un pequeño paquete. Ya devuelta en la selva, llamó a su esposo y en la tienda abrió la encomienda, Mirá lo que nos envía tu hijo, no es un amor, le preguntaba mientras extraía una cabeza rubia, del tamaño de una mandarina, con rudimentarias costuras en los ojos y boca, Tsantsa, exclamó con orgullo el jefe y ubicó el recuerdo en un estante junto a otras cabezas reducidas, rubias, con rudimentarias costuras en los ojos y bocas y del tamaño de una mandarina.



9/10/08

La biblioteca de los sofistas


            ... la antorcha se movía pincelando auras y sombras que se escurrían por entre las grietas de antigua piedra de la que estaba facturado el largo pasillo. A su paso, bajo el techo opresor, el picante aroma de las telarañas ardiendo. Pronto entendió que el corredor no sólo se elevaba para luego caer tan hondo que sentía el calor del Orco bajo los pies sino que viboreaba a izquierda y derecha y que el aire le faltaba. Buscó apoyo en una de las paredes para recobrarse. Antes de que la tea se ahogara vislumbró la continuación y otro giro que se sumergía. Pensó que bien podría estar deambulando por el interior de la muda de piel de una serpiente infinita. Al dejarse caer el peso de su cuerpo debió accionar algún mecanismo que hizo desplazar una piedra. Tras ella un estallido de luz y aire revolvió el polvo antiquísimo del pasadizo. Alivió sus pulmones y entró en el recinto que estaba habitado por viejos volúmenes dispuestos sobre anaqueles que se elevaban y repetían hasta un haz de luz muy lejano. La recámara, circular y estrecha, tenía la angustiante altura que sólo podría medirse en tiempo y la intolerable ausencia de escaleras. En su centro siempre iluminado había un largo escritorio con libros superpuestos, rollos, palimpsestos en su segunda escritura y la perturbación de una pluma abandonada intempestivamente, goteando tinta fresca sobre un papiro. Repasó los bordes del banco con las puntas de los dedos hasta tropezar con un grueso tomo sobre cuya cubierta de cuero relampagueaban remotas filigranas de oro. Lo abrió por la mitad y leyó: “..., prófuga y cazadora de bibliotecas perdidas, cruzó el mar escondida en la bodega de una nave mercante, deambuló meses por páramos y selvas y las eternas lluvias de marzo hasta que dio con el pequeño dios de jade al pie del Monte Sagrado que custodiaba la entrada a la galería.” Un ramalazo frío le sacudió la espina. No podía creer lo que estaba viendo. Volteó unas páginas hacia atrás y leyó: “... al finalizar el eclipse, el jurado encontró a Eldrid de Tonsberg culpable por unanimidad. La sentencia, benevolente, le daba las siguientes opciones: devolver el Libro y morir decapitada, o extinguirse en la hoguera colgada desnuda por los pies para que su alma fuera directamente al infierno. (...) Esa noche mientras observaba cómo le construían el suplicio en la plaza una llave amistosa abrió la celda y...”. Las manos le temblaban y las lágrimas le nublaban la visión. Pasó entonces cientos de páginas hacia delante, se escurrió el agua de los ojos con el dorso de las palmas y leyó: “... la antorcha se movía pincelando auras y sombras que se escurrían por entre las grietas de antigua piedra...”. Sin embargo, todavía algo de duda le quedaba y aunque quebrantada, avanzó la mirada para leer lo siguiente: “… hasta tropezar con un grueso tomo sobre cuya cubierta de cuero  relampagueaban…”. Atrapada por lo inverosímil no prestó oídos a la silenciosa puerta de piedra que se cerraría para siempre. Ya sin la esperanza del error o el artificio en aquellas páginas, Eldrin de Tonsberg, entre aterrada y resignada, no resistió la tentación de conocer el fin (que no incluiría la última página); allí encontró la siguiente frase fatal: “Ya sin la esperanza del error o el artificio en aquellas páginas, Eldrin de Tonsberg, entre aterrada y resignada, no resistió la tentación de conocer el fin (que no incluiría la última página); allí encontró la siguiente frase fatal:…”




 

7/10/08

Crónica del Verbo


Desde que recuerdo oía voces en mi cabeza. Mis padres me miraban con temor cuando jugaba a dibujar cosas extrañas en la tierra mientras hablaba con lo invisible. También hacía desaparecer cosas pequeñas. Ellos tenían la esperanza de que olvidara estas iniquidades el día que tuviera que ir a la escuela con los demás. Pero un día caluroso un anciano desconocido se presentó en casa diciendo que yo debía tener una educación diferente, y así, sin objeciones paternas ni llantos de despedida me llevó con él.

Caminamos en silencio durante varios días por el desierto hasta que llegamos a un perfumado vergel que tenía un templo modesto en su centro. Allí conocí a otros como yo de más menos mi misma edad: en pequeños grupos o solos ejercitaban movimientos y enunciados; recibían instrucciones de otros maestros; algunos no eran siquiera de estas tierras y su lengua, aunque desconocida para mí, podía comprenderla perfectamente.

Me enseñaron muchas cosas, pero lo que más me divertía era la realización de prodigios, aunque debo confesar que nunca me salían bien: el agua la convertía en sangre, en vez de vino; la multiplicación de panes y peces daba por lo general un resultado monstruoso; y al intentar caminar sobre el agua ésta quedaba impura por varios días. Los maestros me miraban de costado mientras dialogaban preocupados entre sí. Algo estaba mal. Yo no era como el nazareno aquél que tanto se me parecía físicamente: a él todo le salía de maravillas y enunciaba hasta enamorarnos. Mis voces me atormentaban. Un día el viejo maestro me dijo, Tienes que dominar las voces en tu cabeza hasta que te vuelvas la Voz; solo así podrás dominar la realidad, liberar a tu pueblo y vencer a la muerte.

Años más tarde dejaría la escuela y a mis maestros con la decepción del fracaso. Sin embargo, gracias a mi elocuencia y habilidad para hacer desaparecer cosas pequeñas tuve un modesto rebaño de seguidores del cual viví cómodamente casi a la par del fantástico nazareno. Pero a él nadie lo entendía y eso lo enfurecía y lo violentaba con su prójimo. Yo había ido a su cueva para consultarle sobre un prodigio que no lograba realizar (y que antes me salía sin problemas) la noche que el Sanedrín lo mandó a capturar, pero él y sus discípulos ya se habían marchado. Fue entonces que los soldados me confundieron con él.

Ya me han golpeado hasta desfigurarme, me han atravesado con clavos para fijarme a una cruz; no pude siquiera defenderme, no me creyeron. Finalmente las voces en mi cabeza se silenciaron. Tres días más tarde resucité. El resto de la historia ya es conocida por todos.

4/10/08

Como la hiedra


Una sacudida hizo golpear su cabeza contra el casco. Como sucede en los viajes, despertó sin saber dónde estaba, las luces del panel de control parpadeaban y el sabor amargo del sueño hibernado que lo devolvía a la soledad. Antes de que el monitor se apagara alcanzó a leer que estaba en un sistema solar múltiple, antiguo, desconocido y que la fuerza de gravedad de un planetoide lo había atrapado. La nave parecía que iba a desarmarse en pleno espacio hasta que perdió conciencia.

Cuando volvió a abrir los ojos el habitáculo era un caos de cables y chispas. Abrió la escotilla y bajó a la superficie enfundado en su traje que lo oxigenaba y alimentaba. El paisaje era un gran desierto naranja, llano hasta el horizonte, poblado de rocas pequeñas y alumbrado por dos soles lejanos, opuestos, moribundos, que difuminaban una luz cetrina sobre la atmósfera espectral; los instrumentos le revelaron que era irrespirable y que además, no había ni hubo señales de vida. Verificó el estado de la nave y con algo de tristeza y resignación aceptó que no saldría más de ese páramo y que nadie vendría a buscarlo. Tenía aire y víveres para algunos años y decidió gastarlos. Conocer la totalidad de su nuevo hogar le llevó poco más de seis meses y hubiera sido lo mismo no hacerlo: todo era igual, una inmensa meseta pedregosa. A pocos metros de la nave improvisó con restos de chapas dobladas y telas metálicas una especie de toldo. Plantó una butaca en el suelo arcilloso al que adosó un fragmento de espejo contra el cual pasó sus días recostado mirándose crecer la barba y pelo dentro del casco que nunca más podría sacarse. Hacia los últimos días le había crecido una maraña de pelos tal que apenas podía ver su reflejo. El hastío y la soledad lo hacían dormir casi todo el tiempo bajo un eterno crepúsculo, ya que la noche nunca llegaba.


Al despertar de una de las siestas finales algo le tapaba enteramente la visión y lo tenía pegado por fuera. Lo tomó con las manos y como si estuviera espiando por entre las malezas de una selva tuvo que esforzarse para descifrarlo. Buscó varias formas de acomodar su cabeza dentro del casco hasta que pudo verlo: era un mechón de largos cabellos rubios, como los de su amada y remota Aurelia. Pero el horror no se hizo esperar: las raíces de los pelos estaban clavadas a un trozo de piel violácea bajo la cual goteaban coágulos que habían manchado el cristal del visor. Cuando vio el color fresco de la sangre quedó paralizado por el pánico. Momentos después, un ruido sordo y pesado hizo rebotar el polvo sobre el suelo, luego otro… y otro y se acercaba por detrás. Quiso mirar por el espejo pero fue en vano: no pudo entender lo que inminentemente se le venía encima; ahora, nunca tan poco oportuno, su cabellera había colmado el casco por completo y como una hiedra los largos mechones le entraban por la boca buscando el fondo de su garganta.