13/10/08

Qué lindo el mar

Qué lindo el mar, la playa, le dijo suspirando mientras le cebaba un amargo, Sabés qué, le respondió luego de vacilar mientras sorbía el mate y enterraba los dedos de los pies en la arena, ves el horizonte, le preguntó sin esperar su respuesta, estoy seguro de que hay algún lugar todavía no conocido por el Hombre, y ella acostumbrada a sus diletancias inconducentes rumió, No digas, y dio por terminada la reflexión dedicándose a desempolvar de arena una medialuna. Él pegó un salto de la pequeña silla y dijo, Ya vengo, y se metió en el océano.

Braceó en línea recta, pasó la segunda y tercera rompiente, luego se detuvo para mirar la franja amarilla moteada de cuerpecitos brillantes que iban y venían sin sentido bajo el sol y a su mujer que ya hablaba con una amiga. No hacer pie lo intranquilizó un poco, pero no abandonó su propósito. Nadó un centenar de metros más y para recuperar fuerzas se puso a flotar de espaldas, inerte, reteniendo el aire en los pulmones para no hundirse. Luego perdió la noción del tiempo pensando en aquello sin nombre, luego en la oficina, también en los escondidos revolcones con Andrea y a la vez conectándose consigo mismo.

La tarde en fuga lo sacudió de su éxtasis; el silencio y el agua lo rodeaban. Se desesperó y nadó hacia cualquier parte. El miedo le consumía las fuerzas mientras pensaba en lo horrible que sería morir ahogado. Se tranquilizó cuando vio un pequeño oleaje crisparse a lo lejos. Si hay olas, pensó, hay tierra cerca, y aunque casi exhausto, la nueva esperanza lo llevó hacia allí. Al llegar su sorpresa fue amarga: no había tal tierra o banco de arena, había llegado, tal como lo había pensado, a un finisterre pasado por alto, erróneo, no revocado por la palabra, que se precipitaba al vacío en una inmensa catarata. Trató de escapar, pero hacia dónde, el torrente lo arrojó sin dudar al abismo. Mientras caía vertiginosamente entre las aguas pudo ver muy abajo, rodeado de restos de naufragios, un nido de infernales monstruos que serpenteaban batiendo con histeria sus desgarradoras mandíbulas. Ojalá despierte pronto, rogaba, pero no estaba en otro de sus sueños: lo supo cuando quedó encajado en el fétido aliento de la despareja trampa de dientes. Lo supo cuando sintió el tremendo dolor de ser devorado vivo.

 

 

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