9/10/08

La biblioteca de los sofistas


            ... la antorcha se movía pincelando auras y sombras que se escurrían por entre las grietas de antigua piedra de la que estaba facturado el largo pasillo. A su paso, bajo el techo opresor, el picante aroma de las telarañas ardiendo. Pronto entendió que el corredor no sólo se elevaba para luego caer tan hondo que sentía el calor del Orco bajo los pies sino que viboreaba a izquierda y derecha y que el aire le faltaba. Buscó apoyo en una de las paredes para recobrarse. Antes de que la tea se ahogara vislumbró la continuación y otro giro que se sumergía. Pensó que bien podría estar deambulando por el interior de la muda de piel de una serpiente infinita. Al dejarse caer el peso de su cuerpo debió accionar algún mecanismo que hizo desplazar una piedra. Tras ella un estallido de luz y aire revolvió el polvo antiquísimo del pasadizo. Alivió sus pulmones y entró en el recinto que estaba habitado por viejos volúmenes dispuestos sobre anaqueles que se elevaban y repetían hasta un haz de luz muy lejano. La recámara, circular y estrecha, tenía la angustiante altura que sólo podría medirse en tiempo y la intolerable ausencia de escaleras. En su centro siempre iluminado había un largo escritorio con libros superpuestos, rollos, palimpsestos en su segunda escritura y la perturbación de una pluma abandonada intempestivamente, goteando tinta fresca sobre un papiro. Repasó los bordes del banco con las puntas de los dedos hasta tropezar con un grueso tomo sobre cuya cubierta de cuero relampagueaban remotas filigranas de oro. Lo abrió por la mitad y leyó: “..., prófuga y cazadora de bibliotecas perdidas, cruzó el mar escondida en la bodega de una nave mercante, deambuló meses por páramos y selvas y las eternas lluvias de marzo hasta que dio con el pequeño dios de jade al pie del Monte Sagrado que custodiaba la entrada a la galería.” Un ramalazo frío le sacudió la espina. No podía creer lo que estaba viendo. Volteó unas páginas hacia atrás y leyó: “... al finalizar el eclipse, el jurado encontró a Eldrid de Tonsberg culpable por unanimidad. La sentencia, benevolente, le daba las siguientes opciones: devolver el Libro y morir decapitada, o extinguirse en la hoguera colgada desnuda por los pies para que su alma fuera directamente al infierno. (...) Esa noche mientras observaba cómo le construían el suplicio en la plaza una llave amistosa abrió la celda y...”. Las manos le temblaban y las lágrimas le nublaban la visión. Pasó entonces cientos de páginas hacia delante, se escurrió el agua de los ojos con el dorso de las palmas y leyó: “... la antorcha se movía pincelando auras y sombras que se escurrían por entre las grietas de antigua piedra...”. Sin embargo, todavía algo de duda le quedaba y aunque quebrantada, avanzó la mirada para leer lo siguiente: “… hasta tropezar con un grueso tomo sobre cuya cubierta de cuero  relampagueaban…”. Atrapada por lo inverosímil no prestó oídos a la silenciosa puerta de piedra que se cerraría para siempre. Ya sin la esperanza del error o el artificio en aquellas páginas, Eldrin de Tonsberg, entre aterrada y resignada, no resistió la tentación de conocer el fin (que no incluiría la última página); allí encontró la siguiente frase fatal: “Ya sin la esperanza del error o el artificio en aquellas páginas, Eldrin de Tonsberg, entre aterrada y resignada, no resistió la tentación de conocer el fin (que no incluiría la última página); allí encontró la siguiente frase fatal:…”




 

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