4/10/08

Como la hiedra


Una sacudida hizo golpear su cabeza contra el casco. Como sucede en los viajes, despertó sin saber dónde estaba, las luces del panel de control parpadeaban y el sabor amargo del sueño hibernado que lo devolvía a la soledad. Antes de que el monitor se apagara alcanzó a leer que estaba en un sistema solar múltiple, antiguo, desconocido y que la fuerza de gravedad de un planetoide lo había atrapado. La nave parecía que iba a desarmarse en pleno espacio hasta que perdió conciencia.

Cuando volvió a abrir los ojos el habitáculo era un caos de cables y chispas. Abrió la escotilla y bajó a la superficie enfundado en su traje que lo oxigenaba y alimentaba. El paisaje era un gran desierto naranja, llano hasta el horizonte, poblado de rocas pequeñas y alumbrado por dos soles lejanos, opuestos, moribundos, que difuminaban una luz cetrina sobre la atmósfera espectral; los instrumentos le revelaron que era irrespirable y que además, no había ni hubo señales de vida. Verificó el estado de la nave y con algo de tristeza y resignación aceptó que no saldría más de ese páramo y que nadie vendría a buscarlo. Tenía aire y víveres para algunos años y decidió gastarlos. Conocer la totalidad de su nuevo hogar le llevó poco más de seis meses y hubiera sido lo mismo no hacerlo: todo era igual, una inmensa meseta pedregosa. A pocos metros de la nave improvisó con restos de chapas dobladas y telas metálicas una especie de toldo. Plantó una butaca en el suelo arcilloso al que adosó un fragmento de espejo contra el cual pasó sus días recostado mirándose crecer la barba y pelo dentro del casco que nunca más podría sacarse. Hacia los últimos días le había crecido una maraña de pelos tal que apenas podía ver su reflejo. El hastío y la soledad lo hacían dormir casi todo el tiempo bajo un eterno crepúsculo, ya que la noche nunca llegaba.


Al despertar de una de las siestas finales algo le tapaba enteramente la visión y lo tenía pegado por fuera. Lo tomó con las manos y como si estuviera espiando por entre las malezas de una selva tuvo que esforzarse para descifrarlo. Buscó varias formas de acomodar su cabeza dentro del casco hasta que pudo verlo: era un mechón de largos cabellos rubios, como los de su amada y remota Aurelia. Pero el horror no se hizo esperar: las raíces de los pelos estaban clavadas a un trozo de piel violácea bajo la cual goteaban coágulos que habían manchado el cristal del visor. Cuando vio el color fresco de la sangre quedó paralizado por el pánico. Momentos después, un ruido sordo y pesado hizo rebotar el polvo sobre el suelo, luego otro… y otro y se acercaba por detrás. Quiso mirar por el espejo pero fue en vano: no pudo entender lo que inminentemente se le venía encima; ahora, nunca tan poco oportuno, su cabellera había colmado el casco por completo y como una hiedra los largos mechones le entraban por la boca buscando el fondo de su garganta.





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