Así como así, sin decir nada, después de diez siglos de dominación abandonaron la ciudad.
Todavía no entendemos cómo hicieron para borrar todo vestigio (rima perfecta con naufragio) de su cultura en el embriagador decurso de una noche de verano.
Demolieron hasta el polvo los mármoles del palacio, las pirámides, el Templo.
Hace diez siglos que vinieron, nunca supimos de dónde. Allende el mar, respondían y con guiños cómplices se reían de nosotros. Nos tomaban por ignorantes primates lampiños, nunca nos dieron su saber, nunca dejaron mezclarnos con sus mujeres.
Un día llegaron allende el mar y se quedaron, se puede leer (para quien pueda) en las paredes del Código. Pero anoche, así como así, sin dejar caer un ruido, sin decir nada se fueron.
El polvo está atontado, atorado a un palmo de la tierra, atravesado por los rayos del sol.
Los niños ríen sueltos mientras patean piedras en las calles. Un grupo de mayor edad juega a imitarlos (a ellos que se fueron así como así), se burlan de ellos. En la parodia del rey está la muerte del rey y con la muerte, el olvido. Ya comienzan a desdibujárseme sus rostros, su extraña lengua sagrada y prohibida a nosotros.
En una esquina, sobre los adoquines vi una cuerda fuerte de varios colores entretejidos que recorría la calle (al principio, por culpa del polvo flotante la confundí con la serpiente). Me propuse seguirla pensando en que hallaría su final pronto, en algún callejón, pero no fue así: la cuerda -al rato comprobé- se extendía por todas las calles, iba y venía. Se hundía en una alcantarilla, salía por otra, remontaba una escalinata, entretejía y sujetaba, a todo.
Descubrí que salía como patas de araña en todas direcciones del edificio que ellos llamaban extrañamente biblioteca. Al entrar mi confusión fue aún mayor: no había estantes ni anaqueles, tampoco volúmenes. Tampoco es que se los llevaran con ellos. Ese lugar nunca pudo haber sido una biblioteca, y sin embargo así le decían. La o las cuerdas brotaban de un pozo en el centro de la biblioteca, como raíces.
Debo confesar que no pude prever lo que luego pasó -nuestras mentes son bastante sencillas o torpes-; la cuerda, ahora sé que era una sola, comenzó a ceñirse, a cerrarse sobre la ciudad como un puño de infinitos dedos.
Al caer la tarde la selva había invadido y sepultado los escombros, huesos de la ciudad y de mi gente.
Irrecuperables, anonadados.
Supongo que sobreviví solo para contarlo. Del otro lado me espera la muerte.
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