No encontrar su documento de identidad lo enfureció.
Lo precisaba sí o sí para cumplimentar hoy un riguroso trámite que lo tenía en jaque hacía dos años.
Dónde está, dónde está, gritaba mientras abría cajones y volaba la ropa, papeles y otras cosas inútiles que se suelen guardar en los cajones pero que por las dudas no hay que tirar.
Echando espuma y mesiéndose los cabellos -los pocos que le quedaban- salió a la calle enceguecido para darle patadas al trío de abedules que había plantado diez años atrás.
Dónde está, dónde está, y lanzó un grito que hizo cerrar las ventanas de los vecinos.
Hundió de un puntapié feroz la puerta de su auto rojo y se largó a caminar rápido, sin rumbo, con las sombras intermitentes de los árboles relampagueándole los ojos. Caminó durante horas con la fuerza de la furia repitiendo una y otra vez, Dónde está, dónde está, hasta que llegó a un gran muro de ladrillos, sarampionoso de pedradas o tal vez balas, plagado de grafitis ilegibles sobreescritos en pintadas electorales oficiales. Se detuvo: la materia es impenetrable, aún hoy.
Dónde está, dónde está, dónde está qué.
Sintió la bravura remitiendo para darle pasao a una brutal oleada de pérdida. Allí, frente a la inmensa pared lo paralizó una amarga angustia de extravío.
Sentía como si hubiera nacido en ese mismo instante, en ese mismo lugar y antes de eso, nada.
Un mareo lo hizo tambalear aunque llegó a tiempo para sentarse sobre el cordón de la vereda.
Hundió la cabeza entre las manos, cerró los ojos y sintió vaciarse con rapidez.
Dónde, dónd, dd, nnd, d, d, d, d d d, d d d, d d d, d...
Su ser, vuelto un pedruzco mínimo, rebotó con violencia contra las paredes negras del olvido de sí mismo hasta desintegrarse.
Por la noche, unas sombras silenciosas desbordaron el inmenso muro de ladrillos y se lo llevaron al otro lado.
Sé que si se apoya un oído contra la pared se puede escuchar, no sin esfuerzo, balbuceos.
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