24/10/07

el viaje


Z era invisible, sólo cuando conseguía una changa se volvía casi gente. Nunca había conocido el amor, ni la desnudez femenina, ni el lujo. Todo le era impropio –dormía en el establo de alguien que no lo conocía-, y hasta había perdido la gratuidad de la fe. Como los años le venían pasando de a semanas puso toda su realidad –un par de perdices que llevaba por la vida atadas del cogote con un piolín- en las manos de la curandera a cambio de que cumpliera su más preciado deseo: salir del pueblo, viajar por el mundo. Una vez vio fotos de ciudades, mares y montañas en una revista tirada en la basura y lo habían maravillado.
Estuvo hasta la madrugada repitiendo el conjuro que le había enseñado la india. Cuando el sol llenó las fisuras de los tablones del pesebre Z comenzó a sentirse leve, como perdiendo espesor, y se durmió sin soñar, como cuando se muere.

Un frío húmedo que le lamía la espalda le arrancó el sueño, seguido de una presión brutal retorciéndole el abdomen. Sin siquiera poder decir o hacer nada recibió un fierrazo plano y entintado que le aplastó el cráneo.
Esa misma tarde él y la carta dejaron el pueblo con destino al turbulento Medio Oriente.
Ciertos deseos siempre se cumplen.

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