2/11/07

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Esperaba en el café de una estación de servicio a que me avisaran cuando estaba listo el cambio de aceite de mi auto.

Me senté a una mesa, pedí un cortado, prendí un cigarrillo, iba a sacar del portafolios una antología de Kafka en alemán que le robé al arquitecto Melandri (igual, nunca la iba a leer), pero no: me puse a observar. Qué otra cosa se puede hacer cuando no se tienen ganas de leer.

A dos mesas de distancia, un hombre y una mujer de treintitantos. Ella tenía varios anillos pero faltaba el de casada. Él la escuchaba. Ella no paraba de hablar aunque en tono bajo. No eran pareja, aún. Ella estaba producida, casi elegante. De él sólo veía su espalda. Hablaban de cualquier cosa. Ella estaba sentada de costado, apuntándole con el hombro desnudo que de tanto en tanto se acariciaba o frotaba, tal vez manifestando un deseo, tal vez por el aire acondicionado un tanto prematuro para primavera. Tomaban café, ella hablaba seria pero cada frase la terminaba sonriendo o con una carcajada discreta. Ella tenía las piernas cruzadas y botas texanas, o algo así. Los dos tenían celulares en la cintura, parecían cowboys urbanos, ella más, con esas botas.

Sonó un celular, desenfundaron al mismo tiempo. Era para mí, dijo él. Ella levantó la tapa del aparato de todos modos, re moderno, tal vez para mostrarlo, tal vez para mirarse el maquillaje en el reflejo.
Todo bien, le preguntó ella, y él asintió.

Jefe, el auto está listo, me dijo desde la puerta el encargado.
143 mangos. Hijos de puta, aceite y filtro, 143 mangos. En marzo me había salido 80.

Pagué no sin rezongar. Mi viejo me diría más tarde (demasiado) que en la YPF sale mucho menos.

Me di vuleta pero la mesa de ellos ya estaba vacía.

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