Luego de una amansadora en el banco se me hacía tarde para llegar a un cliente. Cobraban los jubilados que hacían una fila que daba la vuelta a la cuadra.
Iba a cruzar la puerta pero un pibe que caminaba hacia atrás no me dejaba pasar. Tenía los brazos extendidos. De la punta de sus dedos, como en un espejo del tiempo, se proyectaba simétricamente un viejo.
La situación se había invertido.
Así como alguna vez el abuelo sostuvo de sus manos al nieto que daba sus primeros pasos, el nieto ayudaba al abuelo a dar sus últimos. La ausencia de dientes le chupaba los labios, la barba de tres días, como ralladura de coco, peinado con un cohete, pantuflas, pantalón de franela y la camisa mal abotonada hasta el cuello al que se le doblaban las puntas para arriba. Temblaba tanto que parecía que iba a derrumbarse.
Yo me paré a un costado y esperé sin decir nada a que terminaran de entrar, pero el anciano se puso nervioso y tembló aún más, en sus ojos había desesperación y arrepentimiento, se sentía un estorbo, quería pasar rápido para no demorarme y las piernas que no le daban y el nieto que no decía nada, pero tenía cara de rogar para que se moviera de una vez.
Tranquilo, abuelo, le dije, no hay apuro.
Me sentí un imbécil, cómo le voy a decir que no había apuro, a él que tenía la muerte pisándole los talones de las pantuflas.
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