Sí, yo lo conocí.
Bueno, es una manera de decir. En realidad, él vivía en la casa de enfrente. Era soltero, o separado, o viudo, algunos decían haber oído que su ex mujer está terminando sus días en un hospital siquiátrico de no se sabe dónde. Vivía solo, no tenía perro. No hablaba con nadie, no tenía amigos, alguna vez nos habremos dicho buenos días, o para ser justos, yo le habré dado los buenos días, él apenas habrá levantado la vista por un inevitable acto reflejo, para luego huir por la esquina metiendo el cuello entre los hombros. Ahora que lo pienso, su mirada, qué extraña. Era de esas miradas de ojos achinados, negros de tan hundidos, como si se los hubieran apretado con los pulgares y en el fondo una chispa maligna.
Un día no lo vimos más. Sabíamos, sin embargo, que no se había ido: la luz de la tele parpadeaba constantemente contra la cortina de percal y a veces, una silueta enorme se proyectaba entre gases y fogonazos blancos de soldadura.
Algo hacía ahí dentro, encerrado, sin salir jamás.
Nadie sabía su nombre.
La correspondencia que se le amontonaba en la puerta tras la reja iba dirigida a la dueña anterior de la casa, fallecida hace unos cuantos años ya. Durante un tiempo parece que estuvo suscripto a ese tipo de revistas, ya saben cuáles, no esas, de las otras. Él se escondería tras la cortina de la ventana siempre entreabierta y esperaría a que viniese el correo para salir furtivamente después de la medianoche para recogerlas del porche. La casa no era grande -al menos el frente era angosto- pero tenía terraza.
Algunos dicen que habría tenido negocios dudosos con gente de Filipinas y que habría hecho una gran fortuna de golpe, y que del mismo modo la perdió, y que tal vez por eso su mujer…
Un día no lo vimos más. Sabíamos, sin embargo, que no se había ido: la luz de la tele parpadeaba constantemente contra la cortina de percal y a veces, una silueta enorme se proyectaba entre gases y fogonazos blancos de soldadura.
Algo hacía ahí dentro, encerrado, sin salir jamás.
Nadie sabía su nombre.
La correspondencia que se le amontonaba en la puerta tras la reja iba dirigida a la dueña anterior de la casa, fallecida hace unos cuantos años ya. Durante un tiempo parece que estuvo suscripto a ese tipo de revistas, ya saben cuáles, no esas, de las otras. Él se escondería tras la cortina de la ventana siempre entreabierta y esperaría a que viniese el correo para salir furtivamente después de la medianoche para recogerlas del porche. La casa no era grande -al menos el frente era angosto- pero tenía terraza.
Algunos dicen que habría tenido negocios dudosos con gente de Filipinas y que habría hecho una gran fortuna de golpe, y que del mismo modo la perdió, y que tal vez por eso su mujer…
Había ruidos extraños en su casa de tanto en tanto, parecían lamentos. También los había de martillazos, sierras, pero con intervalos largos, debía cansarse, es que no comería, si no salía, dónde compraría la comida, qué hacía allí encerrado todo el día.
Una noche -yo volvía de pasear al perro- hizo pasar a su casa a un grupo de hombres, parecían todos iguales, pero como a la hora se fueron, eran seis. Minutos más tarde oí, con un ritmo asmático, el rechinar de fierros arrastrados por la escalera que llevaba a la terraza. El cielo nocturno desapareció, sería pasada la medianoche, pude ver su pelo agitado por el viento allá arriba, qué había fabricado, para qué.
Del techo salieron disparados dos relámpagos que se escurrieron en el cielo cerrado.
Un estallido tremendo hizo temblar el suelo y de inmediato, esa luz cegadora.
Luego la oscuridad silenciosa.
Del techo salieron disparados dos relámpagos que se escurrieron en el cielo cerrado.
Un estallido tremendo hizo temblar el suelo y de inmediato, esa luz cegadora.
Luego la oscuridad silenciosa.
La cortina, hoy algo raída, aún se mueve con el aire y la luz perpetua de la tele.
El correo sigue amontonándose, pero aquellas revistas, ya nadie las busca.
El correo sigue amontonándose, pero aquellas revistas, ya nadie las busca.
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