"Anduve por el angosto camino de la alameda azul que asciende vertiginosamente al pasar el arrollo con el firme propósito de encontrar al eremita de la colina. Muchos dicen haberlo visto, pero nadie ha dado una prueba contundente hasta el momento.
Una especie de Yethee lampiño o Pie-con-cinco-dedos, como le decía una tribu extinta en la época de la quimera del este. Hay quienes aseguran que tiene varios ojos y oídos, fuertes piernas y brazos que le permiten moverse rápidamente hasta perderse en la maleza del cerro.
Estoy decidido a acampar y a esperar que aparezca.
Doce cajas con doce botellas de bourbon tuve que pagarle a un hechicero jamach por un precario mapa y un "señuelo infalible y definitivo" para atraer al eremita.
Los primeros días sólo frío y mosquitos; cuando se produjo la impredecible luna nueva desenvolví el señuelo y lo dispuse sobre una roca -tal las indicaciones del indio-. Me resulta difícil describirlo: una pieza de metal bruñido, de borde continuo, cristalino en su interior, nada más puedo decir de él. Las bajas temperaturas de esa noche me hicieron beber más de la cuenta y descuidar la guardia. Desperté en una caverna alumbrada por una fogata moribunda y sentado a unos palmos, él.
Las diferentes leyendas no fueron del todo falaces; tenía varios ojos: uno a cada lado de la única nariz y bajo ésta una infrecuente boca con huesos pequeños en su interior, alineados arriba y abajo y que le servían para cortar y masticar el alimento según pude comprobar más tarde. También era cierto que tenía numerosas orejas: una oreja (¡a cada lado!) de la cabeza con la forma de signo de pregunta o feto delineado por laberintos de pliegues de su piel blanca. Comprobé que tenía la aberrante suma de cinco dedos en cada extremidad y abundante pelo sobre el cráneo. A pesar de su monstruoso aspecto no tuve miedo; la múltiple mirada era bondadosa y hablaba suavemente un dialecto incomprensible. Quise ofrecerle el señuelo, pero ya era tarde, pues lo tenía en su poder y lo manipulaba como si supiera de qué se trataba o para qué servía. Yo observaba con la espalda contra la pared de la cueva y tomaba nota de mi fantástico encuentro.
De pronto removió un cuero de animal y apareció una construcción metálica dispuesta de un modo que jamás había visto y que naturalmente tampoco podré describir.
Introdujo el señuelo dentro del artefacto y un zumbido hizo vibrar el estómago rocoso de la montaña. Sus cabellos ondearon como si estuviera debajo del agua, amagó a meterse dentro del aparato pero antes camina hacia mí y hace señas para que le entregue mis notas. No."
Hoy fui a la habitación donde descansaba de su larga enfermedad mi abuelo, Hans Josephus, quien luego de afirmar con vehemencia febril haber estado ausente los últimos 32 años, acaba de morir.
No dejó nada a nadie, salvo a mí, esta pequeña caja.
Seguidamente, os daré inventario de lo que hay dentro:
Una nube púrpura impregnada de una escritura desconocida.
Un disco de metal de aproximadamente 5" de diámetro con un cristal inserto en su centro.
Una cuartilla que acabo de leerles titulada La evidencia.
Una cartografía extranjera y una nota en su reverso que dice:
"Cometí varios errores en el pasado que afectaron irremediablemente el presente y el futuro. Intenté solucionarlos sometiéndome a cientos de viajes, cada vez más lejanos entre sí -en uno de ellos llegué a presenciar el Comienzo-, pero lo único que logré fue empeorar las cosas. No fue sino hasta este último periplo en donde creo haber enmendado mis negligencias aceptablemente. Quedarán vestigios mínimos, imperceptibles, tal vez ni los noten, puesto que han nacido con ellos. Que los dioses me perdonen, yo no quise matarlo."
Hoy, 31 de noviembre de 1898, procedemos a dar su cuerpo en cristiano banquete para que su carne quede en nuestra memoria y descance en paz, por los siglos de los siglos, a la diestra del Iscariote, amén.
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